VIDAS



El miércoles pasado vivió la muerte de un familiar, una larga sombra que había planeado durante toda una vida. Todos en su familia querían, tenían que ser como él, pero eso era más una losa, un peso, que algo fácil y sencillo: su familiar era alguien conocido, con renombre ,-lo había sido y mucho en una etapa histórica muy concreta del país-; pero eso no significaba lo que comúnmente solía significar: no era un torero, una folclórica, alguien que hubiera aireado su vida íntima: era reconocido por su obra, por escribir, por pensar, por pasarse la vida estudiando, encerrado (-recuerda que en casa de sus padres, que también fue de su abuelo, ocupó su mismo cuarto, qué larga sombra, cuán poco y cuán mucho se parecían-); alguien que había hallado tempranamente su vocación, un profesor que cuando daba clase, o anunciaba una conferencia, conseguía el raro prodigio, de sentar a estudiantes, a oyentes, a su público, hasta en escaleras abarrotadas.

Los meses de Junio, al comenzar, siempre tenían eso: Luego estallaba el verano, las risas, la playa, los amores de Agosto. Pero los meses de Junio, al comenzar, siempre traían cielos plomizos, cansinos, sofocantes, lluviosos, y hasta que pasaban, siempre encerraban algún peligro. Al menos para él, o así lo sentía. Otro mes de Junio se había llevado a otro familiar, aún más cercano: tal vez el que más le había querido, casi peligrosamente, y ahora sentía, que asistía casi que al fín de una saga, de algo que concluía, puede que definitivamente, sino fuera porque, en cierto modo, persistía, continuaba, seguía vivo en él.

Se enteró de la muerte de su familiar por las noticias, cosa un poco desagradable, porque ves en una pantalla de plástico inanimada, a alguien a quién quieres, que probablemente te ha querido y que has conocido desde siempre, o mejor dicho, que te ha conocido desde siempre incluso antes, pues la primera foto que tienes con él, es una en la que te están echando agua en la cabeza, y te sujeta en sus brazos.

Sabía que no estaba bien, pero no que el Alzehimer se le hubiera disparado tanto en los últimos meses: Como no era un ser querido de esos de ver cada semana (-siempre había sido una persona muy ocupada y no muy familiar, esto es verdad, volcada en su vocación-), la noticia de su desaparición le sorprendió ligeramente: pero ahí estaba.

Recuerda que el miércoles, al final del miércoles se derrumbó un poco, que el jueves durmió una larga siesta hasta que se despertó, y se dijo: Tengo que ir al Tanatorio.
Llegó un poco tarde, tal vez, aunque a esas cosas qué importa llegar tarde que pronto, y alguien le anunció que la misa en la capilla, acababa de comenzar hacía poco, al fondo, al final del todo del pasillo.
Recordó que en el trayecto de ida había visto árboles, muchos árboles, y se había fijado en cada uno...¿Por qué será que cuando se muere un ser querido uno se fija en cada árbol?

Entró en la capilla, y apoyó la espalda, los hombros, la nuca, en la pared revestida de madera donde terminaba, y en donde en fila, ocupándolo todo, habia gente de pie: el sitio no era muy grande, así que desde allí, podía divisar los cogotes de sus hermanos, sobre todo de su hermano pequeño, que era más alto que él, en la primera fila; pero aquel sitio le pareció mucho mejor, y le daba un poco de apuro avanzar una vez comenzado el acto religioso -poco devoto de ellos- y que todo el mundo se fijara en que había llegado tarde. Sólo había ido allí para dar cuatro besos y cuatro abrazos, y luego se iría por donde había venido.

Unas dos filas más alante, reconoció a su izquierda la silueta de merluzo de un ex jefe de gobierno (no, no el temible, el temible no parecía estar), y un poco antes de terminar el oficio, le pareció ver delante de él a Sánchez Ferlosio, al que sacaban casi en volandas una señora de mediana edad y una chica jóven. Pero no era el momento para fijarse en nada de eso, aunque reconoció bastantes caras sin querer.

Cuando todo terminó, se adelantó a todas las caras conocidas, y dio sus cuatro besos y sus cuatro abrazos con todo el cariño que pudo. Odiaba el carácter casi social de los funerales y velatorios, pero intentó ser lo más auténtico que pudo, cosa que cree le agradecieron: ni siquiera se puso un traje, aunque muchos iban con uno. Pero no lo necesitaba. Tal vez para un funeral ya planificado y anunciado sí, pero no para un acto repentino. Tal vez el primero y el único al que asistiría -o no-, pero para ello bastaban unos zapatos y pantalones oscuros, un polo negro, pues hacía calor, y una buena cazadora negra y ya está. Qué más daba. El look le daba un aire de colegial de luto, -un aire de Victor Manuel sin Ana Belén en más jóven-, y sus primos y su tía, al fín y al cabo se acordarían de él más de pequeño que de mayor, época en la que la gente ya se empieza a ver menos, o simplemente deja de verse, porque se encierra en sus VIDAS ó tiene hijos.

A la salida, otros familiares pararon un coche grande ante él, y le ofrecieron llevarle a Madrid: Aquello estaba retirado, no había forma de salir de allí caminando, y él se dió cuenta de que quería caminar, caminar un buen rato, así que agradeció el ofrecimiento, pero pidió un taxi.
Al llegar al Paseo del Prado le pidió al taxista que parara. Pagó, se bajó, se quitó la cazadora y comenzó a pasear. En su paseo reconoció algún árbol, algún árbol que había disfrutado no hacía tanto tiempo, de niño, en algún paseo por allí que no se repetiría nunca: un milagro, en el país, en la ciudad, en la que todo el mundo talaba, derribaba, construía y reconstruía todo. Se perdió paseando, y comprobó que aquella pérdida le hacía aún más mayor.
@elblogderipley