AVA EN LA GRAN VÍA

HISTERIA ERA MADRID
Quién sabe, era uno de esos recuerdos: El recuerdo era real y sucedió cuando Ripley tenía catorce, quince años, tal vez. De ésas cosas que recuerda porque recuerda, pero que no sabe datar, precisar en el tiempo, porque pareciera que sucedieron ayer: Es un recuerdo nítido, valioso, como todos los recuerdos que tiene. Como el pedazo de tiempo que atesoran los recuerdos, que lo detienen al ser recordados. El recuerdo es la Gran Vía en una vuelta de alguna vacación, y esos paseos de un joven inquieto que lo miraba todo. 

Tal vez llegaba del campo ó la montaña, no recuerda que de una playa, por lo que lo más probable es que fuera después de una Semana Santa, en primavera. Ese recuerdo empezaba torciendo por Hortaleza, ó por Clavel, quién sabe, tal vez era por Marqués del Monasterio o una subida desde la Calle del Barquillo... El caso es que al girar, que al entrar en la Gran Vía y notar en los ojos su imponente y cegadora luz azul, ese azul velazqueño que sólo tenía Madrid (-cuando nos dejaban "un agujerito para verlo", como decían los catalanes, que eran misteriosamente algunos de los visitantes más fascinados por la capital-)...El caso es que al girar, Ripley se encontró con un pintor pintando en un caballete. 


Normalmente los pintores callejeros, por entonces (y casi de siempre), no le gustaban. Esto quiere decir, que tampoco se detenía ante los cuadros de coloridas flores de las cuestas parisinas, y ante esos hombres "que hacían que eran pintores", disfrazados con un foulard, una gorra, tres gotitas nada espontáneas de óleo en la chaqueta, gastando un bigote engomado un poco a lo Dalí, pura impostación para turistas, para americanos de Wisconsin que no veían allí más que el atrezzo de un parque temático que se podría haber fabricado en un estudio de Hollywood. Aquel hombre estaba completamente solo pintando y Ripley, a una prudente distancia, se paró a mirar la progresión de su lienzo. 


A veces se detenía alguna persona y luego seguía caminando, pero el hombre parecía abstraído, aislado, y no tenía una pinta especialmente elegante, sino más bien funcional: sólo le faltaba estar en chandal; no iba vestido de pintor, sino que simplemente estaba pintando, empapado y manchado de pintura de forma casi hasta fea, cochambrosa . Ripley había mirado el cuadro, y había pensado: "¡Madre mía, esto es completamente distinto!". Estuvo poco más rato, impresionado, conmovido, porque de las manos del pintor, sólo salía una pincelada estudiada, comedida, perfecta, a veces cada cinco minutos, a veces cada dos, a veces cada diez; pero siempre después de una larguísima observación con un detenimiento, un ensimismamiento y un análisis visual, que había dejado al bloggerito embobado. 


El hombre pasado el rato, serio y circunspecto, le echó una sonrisa, porque Ripley le sonrió: no demasiado larga, no demasiado calurosa, pero llena de respeto, como pensando: "Este niño lo aprecia." Pasados los años, el recuerdo se reveló, volvió, había quedado ahí, dormido, casi sin valor. Y el señor, que por aquel entonces era semidesconocido, resulta que se llamaba Antonio López y estaba pintando un cuadro que pasaría a la historia, que ya ha pasado.


Otro recuerdo es Chicote, en diversos momentos, al que le llevaba Joaquín, el orfebre, para impresionarle, otras veces aparecía a sentarse en la mesa Pedro también. Buñuel decía que en Chicote y en el Hotel Plaza de Nueva York, era donde se tomaban los mejores dry-martinis del mundo, y Joaquín lo repetía y los tomaba repitiéndolo: Otras veces Joaquín llegaba acompañado de su amigo, el pintor Sigfrido y Sigfrido soltó a Joaquín y al niño Ripley, una frase premonitoria que casi nadie conocía aún (se sabría un mes después en la prensa): "Tierno se está muriendo." 

Un recuerdo más es una de esas grandes cafeterías, llenas de camareros, de camareras, de tanto trasiego de gente y esas señoras que aún, en tiempos, bajaban del Barrio de Salamanca hacia Sol, y decidían tomar un café ó una coca-cola, cosa ya más inusual. Esas cafeterías que parecían como de Broadway o de Las Vegas, dios sabe de dónde y de qué sitio, por las fastuosas reminiscencias de sus nombres ("Nebraska, Alaska, California... Manila"). Estaba el niño-hombre pidiendo una coca-cola, muerto de sed, ya con sus diecisiete al menos y Eugenia se la sirvió, dando un grito y abalanzándose por encima de la barra a besarle. Eugenia ("Ugenia"), se había venido a servir a Madrid hacía mucho, pero había ayudado a una tía de Ripley durante un tiempo, y era la madre de Sebastián, el segundo gran amor mítico y platónico del niño-Ripley: La madre de Sebastián, el gitano más guapo de ojos verdes de España y del mundo. Eugenia cambiaba a Sebastián y a Ripley los calzoncillos a la vez, entre las risas de Sebastián, "su Sebastián", el gitano Sebastián que se marchó a Valencia y se casó con dieciséis: Sebastián hijo de Eugenia (una belleza de porcelana de verdeazulados ojos turquesa) y de un potentado payo, de ojos verdes también. Una aventura de juventud que los patriarcas gitanos no reconocieron ni el payo tampoco.


Eugenia salió de la barra, se quitó el delantal y abrazó a Ripley como a su hijo (pues así lo había sido un tiempo), se echaron los dos a llorar y el encargado acabó llamándola para que volviera a la barra. Después de darle dos besos, en los que sonaron los carrillos del niño, casi estrujados y destrozados por el cariño, y acariciarle con esas manos que parecían las de Remedios Amaya, Ugenia se despidió diciéndole al niño-hombre: "-Dále recuerdos a tus padres, a tu tía, díles que te quiere muncho la Ugenia, que t'ha querío muncho. Díles que ya estás hecho un hombre, que ya tendrás pelillos y tó... Díles que estoy con un señor muy importante y principal, que no se preocupen de ná... ¡Lo que me ayudó tu tía y tu madre, a sacar adelante al Sebastián, sin importarles que nos miraran de mala manera las otras mujeres! ¡Y mi niño, que lo sepas, es tu hermanillo gitano y todavía me pregunta muncho por ti!". Al día siguiente de morir el padre de Ripley (esto ocurrió mucho después), Eugenia, sin avisar, fue la primera persona que se presentó en la casa, antes que nadie (-y sin saberse cómo se enteró-), ofreciendo y abriendo su gigantesco corazón para lo que fuera, y volviendo a abrazar como solo saben de verdad abrazar los gitanos, para que luego alguien hable mal de ellos...


Dos recuerdos recientes son los dos últimos paseos, tal vez ayer mismo, la llegada por Hortaleza y la salida, ya casi anocheciendo, frente a esos edificios imponentes, decadentes, neoclásicos, racionalistas, esas grandes joyas de Antonio Palacios, y de otros muchos grandes arquitectos. Un aire africano la envolvía en verano, pero en invierno era una portada de disco de Ana Belén, era una gabardina con el cuello echado, era una calle en la que uno se podía hacer el interesante paseando, con el mismo, tal vez mayor glamour que la Vía Condotti y su Dolce Vita... 


La anécdota final la contaba un antiguo portero, ya avejentado de Chicote que en los aledaños, entonado por el alcohol, hablaba de "la americana": Cuando "la americana " salía de Chicote, había que tenerle preparado un coche, y meterla rápido, más que nada por lo escandaloso de ver, por aquéllos tiempos, a una mujer alcoholizada en esas condiciones, no porque hubiera paparazzi, ni porque la noche fuera intranquila: Hoy cualquiera era uno de los elegidos, pero por aquéllos tiempos los elegidos eran dioses, sólo unos pocos que cerraban la noche: Tal vez, mientras Sarita Montiel colapsaba la Gran Vía, desde Red de San Luis hasta Plaza de España (-un poco antes ó un poco después, nada de eso lo había vivido-), contaba el portero que "la americana" salía toda borracha de Chicote, y que se cogía unas curdas tremendas: "Una vez la recogimos rápido, porque se había meado toda la falda e iba chorreando, como si se le hubiera subido un gato encima, daba mucha penilla a veces." Uno imaginaba a "La Condesa Descalza" descompuesta, viviendo una vida mítica ahí debajo, entrando y saliendo como una reina de cuento de hadas... inaugurando los copazos-bomba. 


Ahora quedaban las piedras, quedaban los sitios..., quedaban todas y cada una de las cosas que habíamos sentido en ellos: quedaba la memoria de vivir. El recuerdo era una impresionante calle en zig-zag que, como una luciérnaga agazapada daba a Madrid toda la vida que no tenía, una corte de los milagros y las maravillas en la que cada día podía surgir una sorpresa inesperada, una emoción. Cuando cerraban los cines, las cafeterías, y se apagaba el neón del cartel de "Schweppes", uno de los más impresionantes y emblemáticos del mundo, un misterioso silencio se apoderaba del alquitrán y las aceras, y hasta las ratas debajo en las cloacas se escondían respetuosas, asomando los ojillos desde la oscuridad cuando amanecía para dormirse, tras su extraño deambular bohemio por entre las sombras de las alcantarillas, que escondían quién sabe qué tesoros enterrados sacados de galeones hundidos, obuses, cadáveres de espadachines y bandoleros, tal y como los había descrito Lope de Vega, y aquel collar de perlas auténticas, regalo de Sinatra, que cuentan las malas lenguas que Ava arrojó con desprecio a un sumidero.

Entonces Ugenia reaparecía como un fantasma a su lado, reaparecía Sebastián, el gitanillo de Valencia, con sus ojos verdes turquesa, y justo entonces soñaba que les bailaba una zambra, una bulería con pellizco, completamente descalzo: un homenaje a tantos millones de pies inocentes casi desnudos en verano, que cada noche habían transitado arriba y abajo, que la habían inundado de magia y embrujo, como los pies de la misteriosa condesa que la recorría completamente borracha, y que escondía al más famoso Crooner sus secretos romances con toreros. Todo eso fue, todo eso ocurrió, tal vez... Y hoy todo eso había perdido cierta particularidad. Se habían esfumado los dioses y habían vuelto los hombres, ahogados en grandes superficies de colorines que podrían encontrarse en cualquier sitio, subidos como autómatas a unas escaleras mecánicas. @EBDR/ J.M.M.Fuentes. Texto Registrado en 2008. Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total ó parcial sin el consentimiento del autor.