EN LA OSCURIDAD DE AMY


PROUD OF AMANDA'S LAST AWARDS IN THE STATES.
Ocho años habían pasado ya desde que alguien metió su frágil cuerpecito en una ambulancia que emprendió un camino sin retorno. Un poco antes de eso, la gran cantante era secuestrada por sus managers, para meterle en un avión: ella sólo quería dormir, descansar, no sabía adónde iba, siquiera dónde estaba, ni qué le pasaba. Su vida le pesaba, su mundo le pesaba. Ella, paradigma de todo lo que es y acaba no pudiendo ser; paradigma de un mundo moderno que se hundía, porque envejecía al siguiente minuto, al siguiente segundo: devorada por sí misma como si el genio fueran dos: Jekyll y Hyde, una extraña dicotomía, la insoportabilidad de llevar un dios dentro y no saber vivir en él.

Paradigma del destrozo, como si una, cien excavadoras le hubieran pasado ya por encima, joven que nace vieja, estigma de la sangre de Janis, de Kurt, de todos los que nacieron viejos para autoinmolarse, por no saber controlar un don  ("que es también un látigo para autoflagelarse" -como escribiría Capote) , tal vez tan excesivo como ellos, en un gesto que ofrece la muerte, la estampa certera de cómo la adicción se ha ido apoderando del prodigio, de cómo va apagándolo. Ella, en ofrenda, en sacrificio, muriéndose, cayéndose, desfalleciendo varias veces en una macabra "performance en vivo" por penúltima vez...

La vió y se echó a llorar...No por ella, sino por los poderosos managers que sacaron a esa res enferma a un ruedo al que salió desconcertada, triste, ruinosa, apenas pudiéndose tener de pie como ser humano: también por toda esa gente cruel y asquerosa, a quién todo eso le daba morbo, o directamente se reía de una pobre chica enferma. El negocio de la voz, de las ventas discográficas sobrepuesto a un ser que no sabía, no podía sobreponerse a sí mismo. Recuerdo lejano, de aquéllas imágenes soñadas por Gus Van Sant en "Last Days", en las que, por azar, un completamente ido Cobain recibía por error en la casa, vestido casualmente con una horrorosa combinación de mujer, a un vendedor de las páginas amarillas, que le soltaba un sermón que no entiendía, confundiéndole con otro...

La verdadera Amy estaba ascendiendo al cielo cada noche. Víctima y diosa del prodigio de la grabación, y de nacer con una virtud tan incurable, tan inconmensurable, como los mismos males que corroían su débil y miserable carne, ascendía (o descendía) sola en la oscuridad, a un mundo que no entendía, que no era capaz de salvar su mortífero, destructor, efímero mal, que acabaría con ella y le haría subir al altar de la divinidad, cuando ya no estuviera, no se enterara, y no le sirviera ya para nada.


Dejad que el animal herido duerma en su jaula... El exceso no cuadra dentro del equilibrio, el monstruo se apodera de la oscuridad, y aniquila los cuerpos que pisa. Cada noche era una noche menos para su descenso a la oscuridad, para que la bestia devorara su alma, para que la voz prodigiosa se sobrepusiera al miedo y al peligro de la fragilidad, pequeña gran joya echada a perder, que nació herida sin remedio y que no fue capaz de reanimar ni rehabilitar la inexplicable (y vulnerable) gran voz de negra que llevaba dentro, hija de un curandero cegado por el azul cobalto del cielo de África, que buscaba el incansable encantamiento cada noche, de mantener vivo un vampiro espectral que escapaba a la luz, atraído, escondido, en el precipicio de la autodestrucción, lento flagelo del cuerpo humano con voz de dios. @copyrighted material in Spanish and in any other Target Languages@elblogderipley, texto/artículo registrado, prohibida la reproducción total o parcial sin el consentimiento del autor.