LAS ISLAS DEL SUR


Su república era un imperio ya muerto, una civilización perdida: abría las puertas herrumbrosas de un palacio umbrío con las paredes de mármol blanco, y el suelo estaba lleno de hojas secas amontonadas, un lecho para yacer en la soledad más absoluta, lo más alejado que se pudiera de esas cosas que llamaban Comunidades de Vecinos, creaciones troskistas, maoístas, franquistas, carrefouristas, hidrocefálicas, mórbidas, con niños y mellizas de cuatros cabezas, roedores y cuervos alojados en buhardillas, siempre dispuestos a darle un buen susto, miradas de reojo, gente siempre observándose, atenta al Gran Guardián, al Gran Hermano que lo vigilaba todo por debajo, ninfómanas tendiendo la ropa, gays sadomaso adictos a las lluvias doradas, al cuero y a las pijama parties, swingers y estalinistas del fútbol viendo sus partidos a todo volumen, viejas masturbándose con catalejos y anteojos en las manos, un aroma de naúsea de gente encerrada en una jaula, una máquina, ó una caverna, que no podía escapar.

En su imperio perdido, volvería a abrazar a ese hombre en un atardecer portuario, la luz le cegaría, y en el ocaso permanecería en él su aliento, el aliento del ser amado que respiraba acompasadamente, sólo un silencio compartido, sincronizado, de un mundo magmático encerrado en si mismo, prohibido a los demás, lejos de la máquina guardiana que se tragaba todo cada día, y volvía a inventarlo al siguiente, y en la que se medían, se perdían, se ahogaban miles de manos y miradas solas, imaginarias, inventadas, sólo en el esfuerzo del invento por huir de una vida, por créerse únicos, tocados por la varita de un dios antojadizo, una línea de escape inútil, que no tenía el menor interés: un ocio sobredimensionado, casi impuesto, sin ni siquiera dosificación.


Decía no al imperio del plástico, de las vidas impostadas, de la suficiencia de los falsos inventores cualquiera de vidas sin el menor interés, que se creían originales, casi superiores, creyendo inventar lo que ya se le había ocurrido a un escriba del Antiguo Egipto. Mientras dormía no pensaba, y últimamente soñaba con que vivía en casas gigantescas como palacios, laberínticas, de largos pasillos que no se acababan nunca, y que tardaba horas en atravesar...

El frío y la nieve, no esconderían más que dentro de un abrigo y una bufanda, a un ser que se escapaba de si mismo, ó huía de pensar y buscaba buscarse, en una mediana intimidad, tal vez con otro hombre que no fuera de todos, porque los hombres de parejas abiertas eran de todos, puede que en una historia secreta que jamás se pudiera contar ni saber.

En su sueño su república, su Imperio Viscontiniano, sólo significaría una mujer, que curaba milagrosamente con las manos a un gangoso hipnotizándolo, un niño al que acariciar que sonriera, algo de amor al atardecer en la mirada de la estanquera, o el mismo asombro del hombre, de todos los hombres, ante la lluvia, el fuego, y el viento que azotaba las casas y las ventanas. Un tiempo en el que soñar, era nada más que una opción para desaparecer de la realidad, para hacerla más asequible, en las épocas en las que una vida virtual existía más que una propia, y en la que podía, de pronto, no haber nada, porque todo había perdido su contenido, y era conveniente saber que las cosas no tenían ninguno.

Fuera de soportar las pequeñas miserias, intolerancias ó vilezas de los otros, aceptar las propias, o seguir comprobando que la barbarie humana, y todos los grandes condicionantes de esa raza, seguían existiendo como el agua cristalina de las montañas. Nada había cambiado, nunca nada cambiaría en el hombre, ilusionarse con él, era una trampa. Cada hombre tan sólo debería poder mirarse en su propio espejo, y contemplar al ser deforme que llevara dentro, al monstruo, que en cualquier momento podía salir. Mientras tanto, sólo los libros esconderían los más profundos secretos, los más indescifrables. Desconfiaba de los hombres, pero no de los libros, abriría uno y escaparía, se escaparía allí:

"Hay en el mundo unas islas, que ejercen sobre los viajeros una extraña y misteriosa fascinación, pocos son los hombres que las abandonan después de haberlas conocido. La mayoría dejan, que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares dónde desdembarcaron. Hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, acarician el sueño de un regreso al país natal, que jamás cumplirán. Esas islas, son las Islas del Sur: cuentan que en ellas, estuvo en tiempos el Paraíso."