JULES ET JIM (JURA SECRETA)

El se llamaba Jules, cruzó la explanada, luego la primera esquina y siguió la estela de su gabardina, que dejaba a su paso un suave perfume, no exento de masculinidad y también a la vez de ese olor salvaje y enigmático, inexplicable, que desprende el deseo. Los inconfundibles ectoplasmas sempiternamente dedicados a chupar red, seguían intentando inventarse una vida como si la tuvieran, pero ellos se habían visto por primera vez en la Torre, y el cruce de miradas había sido intenso en el ascensor, sus cuerpos casi se rozaron, aunque entonces no intercambiaron palabra: Un fin de año por viaje de negocios intenso y distinto. Un brillo de acero pareció iluminar sus ojos: Ese instante en el que todo se detiene y el corazón empieza a latir con fuerza enloquecido, tanto que dificulta respirar, y que inunda con vértigos y hormigueos las sienes, las muñecas, el cuello y las extremidades.
Anduvieron largo tiempo, no lejos el uno del otro, refugiados en los cuellos de sus gabardinas como espías del Mossad, mirando escaparates, entrando a tiendas sin comprar nada, paseando ante cafés donde algunas personas sentadas placidamente, comentaban con erudición la impresión sentida con la última novela que habían leído. En París no siempre se conversaba a gritos, vaga y acaloradamente de política como en España en los bares, a veces había gente que hablaba de novelas en voz baja, casi susurrando, que hablaba de libros e incluso solo de asuntos que conocía hondamente, no de todo ni de cualquier tema sin dominarlo en profundidad. De pronto ellos llegaron a Les Halles sabiendo que se perseguían el uno al otro, lo habían sabido, habían sabido que se perseguirían, aunque Jim llevara la iniciativa, y supiera que en la Rue Saint-Denis habría un bar donde comenzarían a charlar y probarían el calor de sus labios.

No importaría que un panel de falsa pared de cartón piedra se alzara dentro del bar por medio de un mecanismo electrónico como el telón de un escenario, y que debajo, apareciera una mampara de cristal empotrada e infranqueable, en la que dentro habría un go-gó ucraniano duchándose completamente desnudo, adoptando las posturas más provocativas, obscenas e insinuantes, jugando con el mango de la ducha, con la alcachofa, que toda la concurrencia grabaría con un móvil, para mostrarlo a la vuelta como souvenir y atracción. Tampoco importaría referir que por trescientos euros, cualquiera que los abonara podría disfrutar privadamente durante una hora de todo el esplendor sexual del ucraniano, y que a él le daría todo eso un poco igual, porque solo querría juntar dinero para su boda por todo lo alto con María, la novia de su infancia, y seguir yendo al gimnasio, que sería lo único que realmente adoraría: Admirar su propio cuerpo ante el espejo, y disfrutar de su eterna juventud, desconociendo que emularía de nuevo a Dorian Gray y a Narciso, como lo desconocerían la mayoría de hombres que admirarían compulsivamente sus cuerpos ante los espejos de los gimnasios: La juventud sería eterna solo mientras durara, los espejos no hablarían, solo serían el reflejo congelado de un instante efímero. El tiempo aportaría el resto: La eternidad entonces caería implacable.
Jules et Jim, esto es, Julio y Jaime en realidad, no habían dejado de visitar estatuas, de pasear indisimuladamente por Orsay, de fotografiar con sus teleobjetivos las extrañas, monstruosas y fantasmagóricas cabezas góticas de Notre-Dame. En una esquina del garito de la Rue Saint-Denis, ajenos a la actuación exhibicionista del adonis eslavo, sus bocas se unirían por primera vez y también quedarían eternamente selladas. Ese gélido fin de año que acabaría en el hotel de uno de ellos y su tierno romance en la ciudad del amor, se convertiría en un momento que no olvidarían jamás. La noche resultaría mágica, única, casi eterna, tal vez la más feliz de sus vidas. 
Sería un enigma, un endiablado e insondable juramento secreto que se harían, que siempre custodiarían y velarían, aunque nunca más se volvieran a llamar ni a ver, aunque nunca volvieran a coincidir en París ni en ningún otro sitio. Un enigma que ni por asomo lograría descifrar nadie más que ellos, nunca nadie más que ellos, ni siquiera sus mujeres ni sus hijos, y que sería casi lo único que recordarían con pasión al morir.

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